Vladimir Rothschuh
Ni Reina, ni Rey, ambos son la expresión soberana de sesenta y seis millones de votos. Treinta millones de sufragios a favor de López Obrador, más otros treinta y seis millones de Sheinbaum, representan la continuidad sin ruptura con un estilo personal distinto del primer Jefe de Estado que acabó con los oropeles monárquicos de nuestro presidencialismo y recuperó el sentido social del liberalismo, del anti reeleccionismo y de la Revolución. Porque no obstante de esa identidad mexicana patriotera, pervivió la figura principesca del Partido de Estado que instauró su resurrección a través del parricidio: matar metafóricamente al mandatario y su sexenio, renaciendo en el deshielo de una nueva primavera política con nuevo Presidente de la República, nuevo Gabinete y el ajuste judicial al pasado inmediato. Nada le debía el nuevo Rey, al Rey muerto, y había que juzgarlo para deleite del pan circense del pueblo entretenido con las purgas para ocultar la sospecha y la realidad de un triunfo sobre elecciones amañadas por testaferros y comparsas. En el “no le debo nada, pero me la debe”, supo discurrir el principado moderno priísta hasta la putrefacción necesaria de Lomas Taurinas y la transición transada de la alternancia de la derecha panista imitando la corrupción y los fraudes electorales de sus enemigos. Al frente estaba la interrogante de cómo evitar los vicios de ese pasado devolviendo al Estado su rostro de justicia social, a la política su honestidad y a la democracia su legitimidad, una duda legítima fraguada desde 1994 hasta 2018, como malestar en Cuauhtémoc Cárdenas y en deber histórico en López Obrador, que para no verse éste ante el espejo como el álbum de nuestras figuras del desfigure político, repasó en su obsesión ese mismo álbum encontrándose con Juárez, con Madero y con Cárdenas. Usualmente el discurso principesco primero de priístas y enseguida de panistas, fue que “ser oposición era fácil”, no entendieron que lo difícil era ser gobernante. Sin embargo, en todo este sexenio de la 4T, la sentencia se desmoronó, no supieron ser oposición y se desintegraron como partidos políticos en el horizonte de sus semejanzas pasadas: PAN, PRI y PRD, moralmente se auto derrotaron. La dilución del contrario podía permitirle a López Obrador abrevar en las tentaciones autoritarias cuando el pueblo mismo, aún antier, le exigía su permanencia en la vida pública. No parecerme a nadie del ayer habría extraviado el proyecto de país, pero verse en ese azogue para no repetir el yerro, es lo deslumbrante cuando gira López Obrador sobre sus pasados programas del 2006 y 2012, hacia una izquierda literalmente de género, con una Federación de mujeres, con un Gabinete y Legislativo de mexicanas; él, padre de hijos varones pero con una consorte nada silente en el reclamo histórico del poder blando feminista, encontró en el patriarcado el quid de evitar dicho pretérito: aniquiló las cargadas, ciñó su Gabinete a sus Mañaneras, aplacó el tapadismo, recreó las corcholatas y las extinguió con un proceso de consulta popular, pero especialmente enfiló una acólita hacia la segunda parte de su transformación nacional como escisión de cinco siglos. El pasado no volverá, coreaban las revoluciones, pero dichos ayeres sí regresaron a fuerza de rutinas y de confort, la mejor forma de impedirlo la consiguió López Obrador con una visión feminista y Claudia Sheinbaum encabezándola. Porque con lo que hay que romper no es con el proyecto de la Cuarta Transformación sino con las anomalías de nuestra República. En la décima gira que cerró el recorrido por los 32 estados, la melancolía se presentó en el adiós de López Obrador, permitiendo alumbrar el finiquito principesco del parricidio en la sentencia de la Presidenta Electa: “Lo que quisieran es que hubiera un deslinde que marcara diferencia, que lo criticara, no lo voy a hacer, nunca. Es un honor estar con Obrador.” En vísperas del Grito que nos funde en Patria y patriarcado, en México acontece el inicio de una Matria que purgará nuestra historia a través de la primera mujer que asume como hembra los designios asignados a los hombres en la Colonia y en la República. Dispuesta a darle identidad a un país masculino desde su nombre “México”, ella dispuso vestirlo con “M” de Mujer y al impositivismo lingüístico gachupín de la Real Academia sobre el sustantivo neutro, resolvió darle género: “Presidenta”. Porque a lo largo de nuestro tiempo y ancho de nuestra geografía, el sustantivo neutro hizo de las mexicanas figuras silentes aunque determinantes de los grandes cambios y de los “grandes hombres”; siempre detrás aunque fueran al frente, la cosecha de elogios sí tenían género: eran para él o ellos. Sin mujeres gobernantes, salvo los accidentes mayas de madres que administraban el poder mientras crecían sus hijos del futuro esplendor, nuestra historia es de los hombres, al grado que a la Mujer de Cinabrio se le descubrió y se le ocultó por décadas, hasta que en este sexenio de mujeres se le dio sitio en un museo propio. México siempre será un país de singularidad y extrañezas, su paradoja es que haya sido la mano feminista de un gobernante hombre, sin hijas pero con una esposa culta, el que girara nuestra historia hacia la justicia, la equidad y la paridad de género.